Imaginemos por un instante que salimos de excursión a cien alumnos. Vamos al bosque y pasamos un extraordinario día. Entre juegos de aventuras y carreras, llega la hora del regreso. Subimos al autocar y comienza el recuento. Uno, dos, tres... noventa y ocho, noventa y nueve... ¡Falta uno! ¿Qué hacemos? ¿Bajamos y lo buscamos? ¿O nos vamos a casa? Que se pierda uno entre cien, no tiene mucha importancia —podemos pensar—. Pero, ¿lo pensamos, eso, de verdad? ¿Y si lo que se ha perdido fuera yo?
No, lo que hacemos es salir todos a buscar lo que se ha perdido, porque uno es muy importante y hemos salido cien y tenemos que devolver cien. Cada uno es importante, aunque sea más o menos travieso. Y todos pensamos en quien falta y no permanecemos tranquilos hasta encontrarlo.
Esto mismo le pasa a Dios. Él no quiere que se pierda ninguno de nosotros, aunque Él tenga más de cien y más de mil millones de hijos. Pero nos ama uno por uno. Así nos lo explica Jesús comparándonos con un rebaño de ovejas.