¿Has visto alguna vez un girasol? Es una flor grande, de color amarillo, que siempre gira buscando el sol, de ahí el motivo de su nombre. Cuando una de sus semillas, por pequeña que sea, cae al suelo entre otras plantas, al crecer, busca de inmediato la luz del sol. Es como si supiera, instintivamente, que la claridad y el calor del sol le harán posible la vida. ¿Qué pasaría con la flor si la pusiéramos en un lugar cerrado y oscuro? Seguro que en poco tiempo se moriría.
Nosotros, al igual que los girasoles, también necesitamos la luz y el calor del sol, la lluvia y la brisa para mantenernos vivos. Sin embargo, no solo el cuerpo necesita ejercicio para crecer fuerte. El espíritu también necesita la luz de Dios para mantener encendida la llama de la esperanza. Necesita el calor del afecto, la brisa de la amistad, la lluvia del amor que nos viene desde arriba. Pero debemos esforzarnos por respirar el mejor ambiente en las circunstancias desagradables que nos rodean. Hay situaciones, como cuando somos perezosos, que nos hacen perder las ganas de buscar la luz y nos debilitan como una planta sin vida. Nos dejamos envolver por la pereza y queremos salir de la situación sin esforzarnos. Si nos sucede esto, tenemos la esperanza de salir adelante. Podemos contar con la ayuda de la familia, que nos brinda apoyo y seguridad en todo momento, así como con la presencia de los amigos. Dios tiene un plan de felicidad para cada uno de nosotros, y para obtenerlo, debemos recurrir a los recursos de los que disponemos. Debemos imitar al girasol. Debemos buscar siempre la luz.