En una hermosa masía vivía un anciano de ochenta años que cada día se levantaba temprano y se ponía a cultivar la tierra como un joven. Una mañana comenzó a cavar hoyos y a plantar manzanos como si nada. Pasaba por allí un vecino que, sorprendido por lo que hacía el abuelo, le preguntó:
—¿Qué estás haciendo, Juan?
—Pues, ya lo ves, hoy estoy plantando manzanos y mañana plantaré otros árboles frutales —respondió con tranquilidad.
El otro, sorprendido por tanta actividad y trabajo, le dijo con tono burlón:
—¿Es que te crees que vivirás para siempre? Tú sabes que los árboles tardan años en crecer y dar fruto y, cuando llegue el momento, ya habrás dejado este mundo. No podrás probar ni una sola manzana.
—Ya lo sé —respondió el abuelo—. Pero yo toda la vida he comido manzanas, y los manzanos tampoco los había plantado yo, no los habría podido comer si otro no hubiera hecho lo que estoy haciendo yo ahora. Solo quiero pagar a mis semejantes con la misma generosidad que han tenido conmigo.