Miguel Ángel, el famoso escultor del Renacimiento, era un hombre muy detallista. Pasaba las horas en su taller puliendo sus esculturas. Un día, fue a visitarlo un amigo suyo que llevaba un mes sin verlo.
—Desde el mes pasado, que estuve aquí, no has hecho nada, la estatua está igual —le dijo.
—Te equivocas —respondió Miguel Ángel—, porque durante todo este tiempo he retocado la boca, he pulido el hombro y he dado más expresión a los ojos.
—Bueno —dijo el amigo—, eso son minucias.
—Sí —contestó Miguel Ángel— pero en esas minucias está el secreto de la obra de arte.