El primer signo de Sofía

Sofía tiene tres años. Es una de las primeras veces que entra en una iglesia. De pie frente a su madre, está abrumada por el silencio y fascinada por la llama ardiente de las velas. Su madre la toma de la mano derecha y le hace tocar la frente, el corazón y los hombros, murmurándole al oído: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.” Iniciación. Sofía entra en el mundo de los adultos. Entra en el misterio.

En realidad, esta expresión aparentemente abstracta no es otra cosa que la especificación de lo que los cristianos siempre hemos creído y vivido. La Trinidad es una clave de lectura para toda la vida cristiana. El signo de la cruz marca a menudo la entrada en la oración, como una apertura, una especie de código de acceso. Incluso parece introducir una ruptura con las ocupaciones habituales. El signo de la cruz también cierra la oración, como se cierra un sobre y se escribe una dirección. ¿Es la dirección de Dios la que se pronuncia entonces, dirigida a un misterioso correo encargado de hacer llegar la oración a su destinatario?

Pero ¿no podría ser el signo de la cruz en sí mismo toda la oración para el cristiano? No hay oración más hermosa para el cristiano que la de señalarse con la cruz de Jesús, repitiendo lentamente y conscientemente el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Se cuenta que el siglo pasado, en la diócesis de Puy (Francia), un vicario general interrogaba a un niño. El monseñor le pidió un resumen de la fe católica y el niño, seriamente, se señaló diciendo lentamente las palabras. Luego se quedó callado. "¿Es eso todo?", preguntó inquieto el vicario. "Es todo", respondió el niño.

Es todo, efectivamente: toda la fe, la liturgia, la vida cristiana.

Pero tal vez solo el niño podía adivinarlo.

Adaptado de RICARD M. CARLES, CARDENAL EMÉRITO DE BARCELONA