Corría el año 1936. En la ciudad de Berlín todo estaba listo para los XI Juegos Olímpicos: un estadio impresionante para 150.000 espectadores, avenidas, medios de transporte, ambientación... Muchos pensaban que la propaganda era excesiva y escaso espíritu deportivo. En efecto, ya en la misma ceremonia de apertura, presidida por Hitler, el público, manipulado por la propaganda, más que aplaudir a los verdaderos atletas, aclamaba sólo a los alemanes.
Pero he aquí que un joven, por su sencillez y su valor, hizo cambiar las cosas. Era un chico americano, de color, de 20 años, desconocido por todos: Jesse Owens. ¡Cuál fue la sorpresa de los miles de espectadores al ver que el ganador de los 100 metros era un atleta de color! Hitler le negó la felicitación.
Luego ganó la prueba de longitud. Todo el público le aplaudió, pero Hitler tampoco quiso darle la mano. Cuando venció el récord de los 200 m, Hitler no pudo resistir más y abandonó la tribuna, pero el joven atleta estaba tranquilo y sereno. ¿Qué le importaba Hitler? ¿No valía más la sincera aclamación de la gran multitud que las felicitaciones oficiales?
Jesse Owens volvió a América triunfador, pero sobre todo héroe de una gran victoria moral. “En los Juegos Olímpicos —decía— nadie puede estar seguro de ganar una medalla, pero se puede vencer a uno mismo, ganar el cariño de la gente y hacer que haya más comprensión y buena voluntad entre los pueblos.”
Pasaron los años y cuando en 1951, Owens viajó a Berlín acompañando a los Harlem Globe-Trotters, fue aclamado por la multitud y el alcalde le dirigió estas palabras: “Hace 15 años Hitler te negó una estrecha mano; pero yo ahora te las doy ambas.”