Josep Manyanet, desde pequeño, tuvo un gran amor en el trabajo. Era inteligente, pero constante y aplicado. Podía aspirar a grandes cosas. Sin embargo, sus ideales iban más lejos: quería ser sacerdote y entregar la vida al servicio de los demás. Tenía claro que para llevar a cabo estos ideales debía trabajar fuerte. No era suficiente con soñar y hacer volar la imaginación. Dicen sus biógrafos que incluso trabajaba con exceso.
A 12 años, en otoño de 1845, inició la Enseñanza Secundaria en Barbastro. En casa eran pobres y tuvo que matricularse como criado, es decir, ponerse al servicio de la comunidad de los escolapios, titulares de ese colegio. Hacía encargos, aseaba las cosas, barría, lavaba los platos... Era metódico y fiel en todo, con una meticulosa distribución del tiempo. Además de los estudios cultivaba la vida espiritual. Tenía las cosas claras y su proyecto de vida era exigente. Por otra parte, no era un chico que se hiciera extraño. Un compañero suyo escribió: “Era un modelo en todo. Su virtud se imponía en todo y en todos los escolares. Era una virtud simpática y atractiva, sin afectación ni vanagloria. Su carácter jovial y a la vez compasivo le hacía respetable siempre y en todo.”
En Barbastro pasó cinco años. Después, en 1850, se trasladó a Lleida para estudiar tres cursos de Filosofía. Igualmente en esta ciudad tuvo que trabajar para pagar la pensión y los estudios, dando clases particulares y haciendo de tutor de los hijos de la familia Morlius-Borràs. Pese al trabajo y las responsabilidades, pasó con nota los tres cursos.
Por fin, en 1853, se trasladó a la Seu d'Urgell donde terminó los estudios sacerdotales, la Teología. El obispo, el doctor Josep Caixal, tenía los mejores informes y le hizo familiar suyo. Vivía en casa de él y era el encargado de asuntos de confianza, que Josep Manyanet siempre cumplía con fidelidad.