Dice la leyenda que el famoso rey de los tártaros, Tamerlán, estaba dentro de la tienda después de la batalla, lamentando una triste derrota, y ni se atrevía a salir. Afligido como estaba, se entretenía mirando a una hormiga que una y alta vez trataba de subir por la lona. Caía y volvía a levantarse sin desanimarse nunca. Tamerlán ya tenía en mente la posibilidad de rendirse, cuando de repente, la hormiga hizo un esfuerzo supremo y logró la meta. Tamerlán pensó que debía copiar el ejemplo: no debes dejarte agobiarte por el cansancio, ni por el desánimo, ni por el orgullo herido.
Emprendió con nuevas fuerzas la organización de los ejércitos, alentó a sus hombres y acabó dominando un poderoso imperio.
Las hormigas, pese a la fragilidad y pequeñez, siempre acostumbramos a asociarlas con el tesón y la constancia. Numerosos hombres de fama han aprendido de su ejemplo. Han luchado con coraje, pese a los aparentes fracasos, hasta que han logrado sus propósitos.
A los cristianos nos conviene ese tesón para superar las dificultades en nuestro camino.