Todos hemos nacido en una familia, por mucho que hayamos tenido crisis, dificultades o roturas. Mis padres, mis abuelos, provienen de una familia. Yo soy un eslabón de una larga cadena de amor que se remonta a los orígenes de la humanidad.
Fui aceptado, amado y asistido de una y mil formas que nunca llegaré a saber, porque no puedo sumergirme en los años oscuros de mi infancia.
No he elegido a mi familia, ni a mis padres, ni a mis hermanos, ni al nombre, ni al país, ni a la lengua... Pero “alguien”, en la penumbra del misterio, los ha elegido por mí. Él ha pensado en cada uno de nosotros y nos ha amado antes de que fuéramos capaces de responderle con una migaja de amor.
Me pregunto muchas veces: ¿por qué a mí y no a otras? Este "alguien" se valió de mis padres para abrirme las puertas a la vida. Gracias a él ya ellos, yo estoy aquí. Gracias a él ya ellos, el horizonte de la eternidad está abierto frente a mí, para siempre. A mis padres, a pesar de algunas discusiones, debo agradecerles muchas cosas. La más importante es que les debo la vida. Me la han regalado gratuitamente. Lo primero que me sale del corazón es decir "gracias." Y me doy cuenta de que debo corresponder con generosidad.
Así pues, soy un sencillo eslabón en esta larga cadena de amor. Pero tengo una grave responsabilidad: de mí dependen otras futuras generaciones. ¿Serán afortunadas o desgraciadas? ¿Se romperá por mi culpa el eslabón del amor y de la vida? Yo tengo la respuesta. Puedo ir echando, sin dejar huella, o en cambio abrir surcos de bondad en tierra generosa, bien dispuesta a acoger mi semilla.
Ahora es la hora de hacerme estas preguntas: ¿Qué importancia le doy a la familia? ¿Qué hago para que mi familia sea un recinto de paz, alegría y crecimiento?