Cerca de la frontera de un país lejano, perdido en medio del desierto, se alzaba un pequeño castillo. De vez en cuando pernoctaba algún viajero. Pero la vida era monótona.
Una mañana llegó un mensaje del rey: —"Estad preparados, porque nos ha llegado una gran noticia: tal vez Dios pase por vuestro castillo. Preparaos para recibirlo."
Las autoridades se dispusieron a cumplir la real orden. Apostaron al centinela en lo alto de la torre. Fiel, acechaba el horizonte esperando el más pequeño señal. —"¿Cómo debe ser Dios?" pensaba. Seguramente vendrá con una gran comitiva...
Pasaba los días y las noches en su puesto de vigía. Transcurrió el tiempo y, poco a poco, todos fueron olvidando el mensaje. Solo el centinela permanecía siempre esperando, bajo el sol y la lluvia... Pasaban caravanas y ejércitos, pero ninguno era el séquito de Dios. A veces, cansado de tanto mirar, dudaba que no hubiera sido un malentendido... —"¿Por qué debería venir Dios? Y aunque viniera, ¿pasaría por un castillo tan insignificante?"
Pero su esperanza disipaba todas las dudas. Y seguía infatigable, escudriñando el horizonte.
Pasaron meses y años. Todos, uno tras otro, se habían ido. El centinela se hizo viejo y los ojos se le enturbiaban. Un día sintió que se moría, y una gran tristeza se apoderó de él. —"He esperado toda la vida la visita de Dios y tendré que morir sin haberlo visto."
Pero justo en ese momento oyó una voz dentro de sí: —"¿Que acaso no me conoces?" El centinela, asombrado, intuyó que Dios había llegado. Lleno de alegría dijo: —"¡Oh, ya estás aquí! ¡Me has hecho esperar tanto!... No te he visto, ¿por dónde has venido?" —"Siempre he estado a tu lado," respondió Él, "desde el momento en que decidiste esperarme."
El centinela sintió una gran felicidad y volvió a recorrer con una mirada de amor el horizonte.