Un día Júpiter descendió a la tierra, convocó a todos los animales, incluyendo al hombre, y les dijo:
—Quiero que viváis felices y en armonía. Por lo tanto, si alguien tiene alguna queja de sí mismo, que me la diga ahora y le pondré remedio.
Nadie dijo nada. Entonces Júpiter se dirigió al mono:
—Tú, mono, ¿estás satisfecho de ti mismo?
—¡Faltaría más! —respondió—. Tengo cuatro patas ligeras y mi agilidad es envidiada por todos. En comparación con el oso, tan torpe, soy una maravilla.
Los otros animales pensaban lo mismo del oso y esperaban su queja, pero él respondió:
—Yo me encuentro valiente, bien proporcionado, con un porte señorial. En comparación con el elefante, que es un montón de carne, soy un prodigio.
El elefante tomó la palabra: —¡Bah!, ¡yo no me quejo en absoluto! Me siento fuerte, sólido, como el rey más poderoso. Es mucho peor la ballena, esa masa de carne sin forma.
La ballena no se quejó: se consideraba mejor que la jirafa, larguirucha y desgarbada.
La jirafa, en cambio, se encontraba esbelta, alta y elegante, no como la hormiga, insignificante y vulgar.
La hormiga se veía una reina en comparación con el mosquito...
Así fueron pasando todos, hasta que llegó el hombre.
Este se entretenía mucho tiempo en exaltar sus cualidades. Luego continuaba hablando de los defectos de los demás y se burlaba de todos.
Júpiter, que había estado en silencio todo el tiempo, dijo finalmente:
—Os encuentro muy satisfechos de vosotros mismos. Solo una pequeña observación: veo que siempre ponéis delante los defectos de los demás y detrás, para no verlos, los vuestros.