“Había una vez un hombre cuyo único pensamiento era tener oro, hacerse con todo el oro posible del mundo. Era un pensamiento obsesivo que le roía el cerebro y el corazón. No era capaz de pensar en otra cosa, ni de concebir ningún otro pensamiento, desear o querer ninguna otra cosa que no fuera el oro. Cuando paseaba por las calles de la ciudad contemplando escaparates, sólo veía las joyerías o platerías. No se daba cuanta ni de la gente que pasaba, ni tenía ojos para contemplar las obras de arte, el cielo azul o la maravilla de jardines en primavera. Sólo veía oro, oro, oro...
Un día no pudo resistir más; entró a una joyería y empezó a llenarse los bolsillos de collares, perlas, pulseras, sortijas y prendedores de oro. Naturalmente, cuando se disponía salir del comercio fue detenido en el acto por los vigilantes del negocio. Los policías le preguntaron: “Pero ¿cómo podrías pensar que te ibas a salir con la tuya y escapar así por las buenas con todo el botín? La tienda estaba llena de gente y los vigilantes te estaban observando.
-¿Posible? - dijo el hombre sorprendido -. No tenía ni la más mínima idea de que había gente en la tienda. Yo solo veía el oro”.