Cecilia, pertenecía a una familia ilustre. Había sido bautizada y prometió su amor a Jesucristo. A veces, ensimismada, cantaba: “Que mi corazón y mi carne te pertenezcan, limpios, oh Señor, y que no me vea confundida en tu presencia”. Por eso la hicieron después patrona de los músicos.
A pesar de todos sus propósitos, se vio unida en matrimonio con un tal Valeriano, que la quería enamoradamente. Aquella misma noche, ella le comunicó su anterior compromiso con Jesucristo. Valeriano no entendía nada. Sin embargo, el papa Urbano le bautizó a él y a su hermano. Todo ello llegó a oídos del emperador Marco Aurelio que mandó coger a Tiburcio, Valeriano y Cecilia. En el juicio, ante las preguntas refinadas, respondía con claridad y firmeza sin negar su fe. Fue martirizada. Los cristianos la depositan en una urna de ciprés. Catorce siglos más tarde, en 1599, es descubierta la urna y aparece la mártir tal como había sido enterrada.